Cataluña es algo más que una región

por François Bondy

Una realidad ignorada

© Ingrid von Kruse/Süddeutsche Zeitung Photo

François Bondy fue un periodista, escritor y político. Nacido el 1 de enero de 1915 en Berlín, creció en Suiza y Francia en el seno de una familia judío-alemana, lo que le permitiría después poder escribir en francés y alemán. En 1940 fue arrestado en París e internado brevemente en el campo de concentración de Vernet d’Ariège. Después de la guerra se vinculó a la Unión de Federalistas Europeos, y trabajó en pos de la unión de Europa bajo el signo de las democracias liberales. En 1951, fundó Preuves, una revista de cultura y política auspiciada por el Congreso por la Libertad de la Cultura y publicada en París, donde el congreso también publicaba una revista similar en español: Cuadernos, dirigida durante años por Julián Gorkin y Germán Arciniegas, sucesivamente. Bondy fue editor de Preuves hasta 1969. En 1970, regresó a Zurich, donde murió el 27 de mayo de 2003. Bondy difundió el teatro de Ionesco y promovió al escritor polaco exiliado Witold Gombrowicz, lo mismo que hiciera en Cataluña el poeta y crítico Gabriel Ferrater (1922-1972). En 2005 vio la luz una selección de sus artículos en European Notebooks: New Societies and Old Politics, 1954-1985, con introducción de Melvin J. Lasky, antiguo director de Encounter, otra revista del entorno del Congreso. La documentación personal de Bondy está depositada en los Archivos Históricos de la Unión Europea.

El artículo «Cataluña es algo más que una región» fue publicado en el número 70 de la revista Cuadernos en marzo de 1963, coincidiendo con el estreno del escritor, periodista y diplomático colombiano Germán Aricniegas como director.

Bondy demuestra en este artículo su profundo conocimiento de Cataluña, de lo que ocurría en el momento en que se publicó, después de un viaje por tierras catalanas, pero también de su historia, economía y cultura.

Dejando a un lado algunas conjeturas sobre el futuro de Cataluña, como por ejemplo que el primer partido catalán después de recuperar la democracia sería el democratacristiano, lo que cuenta sobre el expolio fiscal, la persecución del catalán y las infraestructuras deficientes parece como si estuviera hablando de la actualidad.

Bondy menciona el independentismo y también pronostica que quedará sepultado si España avanzaba hacia el federalismo, que era su opción, pues cuando se integrase en Europa ya no estará «en condiciones de realizar la “castellanización” de Cataluña». Con lo que no contaba Bondy es que bajo el constitucionalismo de 1978 castellanizar Cataluña seguiría siendo un objetivo del nacionalismo español.


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De los ocho millones o más de turistas que van cada año a España —la progresión de este turismo ha sido geométrica—, una importante fracción se queda en Cataluña, especialmente en la Costa Brava. Para

una muchedumbre de europeos anhelantes de sol y de Mediterráneo, España es una tentación, tanto por su proximidad, como por sus precios. Pero el turismo en masa desfigura su propio objetivo, y así sucede que en ciertas pequeñas localidades de pescadores, como Lloret, surgen súbitamente múltiples edificios flamantes y se inician por doquier nuevas construcciones. Se han instalado centenares de hoteles, así como miles de pabellones prefabricados o de viviendas rudimentarias. Estos hoteles y estas viviendas se construyen a menudo precipitadamente, las instalaciones son deficientes, de poca solidez y el personal carece de experiencia. Los terrenos de la Costa Brava se venden por medio de anuncios en la prensa internacional; los grandes periódicos alemanes y suizos publican páginas enteras de ofertas, y así es como, viendo esta codicia de los especuladores y esa demanda de construcción extranjera, el Economist ha podido escribir:«Cada cual puede tener su castillo en España».

Después del cobre, del mercurio y del hierro, el extranjero es ahora la materia prima más importante, el recurso por excelencia de una economía que encuentra en los turistas la afluencia de divisas, gracias a la cual ha podido evitarse que el exceso de importaciones produjera una inflación. Cataluña, que es la región más avanzada de España por lo que se refiere a las industrias textil y química, se ha convertido también en el centro de la industria turística.

Madrid, bajo el régimen de Franco, no ha visto siempre con buenos ojos la expansión de la industria y del comercio catalanes, ya que, políticamente, la región que se batió hasta el último momento contra el ejército del Caudillo ha sido siempre sospechosa. Hoy día la hostilidad es menos evidente, pues Cataluña representa la esperanza de la nueva orientación liberal y una garantía para la asociación al Mercado Común. Y ya no se considera como un defecto o un vicio el hecho de que Cataluña sea la región más «europea» de España, así como la más susceptible a las influencias exteriores.

Avanzamos por una ancha carretera en la que los camiones cargados de frutas y verduras se complacen en adelantarse mutuamente, sin tener en cuenta los riesgos que nos hacen correr. Pero, en cuanto llueve —estas notas fueron escritas antes de las recientes inundaciones catastróficas [alude a las del 25 de septiembre de 1962], y solo nos referimos a los chaparrones corrientes—, esta carretera tan magnífica y espaciosa se transforma súbitamente en una marisma sin contornos precisos, a excepción de la hermosa cornisa de las Gavarras, que bordea el mar. Un día de lluvia en que viajábamos hacia Figueras y Gerona, tuvimos la primera noción de las relaciones que existen entre el Estado español y Cataluña. A pesar de la importancia capital que tiene el turismo para España, es evidente que Madrid dedica sumas muy modestas a la red de carreteras de Barcelona y de la Costa. Las subvenciones generosas son solamente para las que pasan por San Sebastián y, sobre todo, para las de Andalucía. Y viendo la cantidad de camiones con los que parece efectuarse todo el transporte de mercancías, pensamos también en el estado de la red ferroviaria, a la que los exportadores prefieren no confiar sus productos por razones muy plausibles: su precio elevado, las dificultades de almacenaje, las locomotoras dignas de figurar en un museo, los trenes es-casos y las numerosas formalidades administrativas. El inmenso retraso que sufren los transportes en España constituye el gollete en donde se estrangula la economía de una región que, contando solo con un octavo de la población total, suministra la cuarta parte de los ingresos fiscales.

Incluso el viajero más superficial advertirá pronto que los catalanes no son exactamente como los demás españoles y que aquí se habla otro idioma, pues el catalán no es un dialecto regional, como tampoco es una lengua de superior y antigua cultura descendida al nivel de dialecto, sino que sigue siendo un idioma, más emparentado con la lengua de Oc que con el castellano, y es tan distinto de este como el portugués. El catalán ha tenido sus «siglos oscuros», pero desde el renacimiento del romanticismo, es decir, desde hace más de un siglo, ha vuelto a crear su propia literatura, uno de cuyos eminentes representantes contemporáneos es el poeta desterrado José Carner. El pueblo catalán se ha mostrado siempre deseoso y capaz de administrarse por sí mismo, no solo en los tiempos remotos de los reyes de Mallorca, sino también en nuestro siglo. Una administración de esta clase, común a las cuatro provincias del antiguo condado, funcionó desde 1914 hasta el establecimiento de la dictadura de Primo de Rivera, y más tarde, después de la proclamación de la República, proclamación en la que Barcelona se había adelantado a Madrid. Cada vez que los catalanes han tenido ocasión de expresar su voluntad de autonomía, esta se ha manifestado con una mayoría aplastante, y, sin embargo, siempre fue aplastada por el centralismo madrileño.

Los catalanes, a excepción de una minoría intransigente, no desean una secesión para formar un Estado soberano, sino la autonomía administrativa y cultural, como la que disfrutan todos los cantones suizos e incluso los «länder» de la República Federal de Alemania; pero tampoco quieren menos. El centralismo francés, que actualmente los economistas y sociólogos modernos juzgan anticuado, ha forjado un pueblo francés; pero el centralismo castellano no ha logrado crear un pueblo español único, y es indudable que ya no podrá conseguirlo nunca. España seguirá siendo un país múltiple, que no podrá funcionar como nación uniforme y «monolingüe», a no ser mediante el artificio y la violencia. El catalán no se habla solo en las aldeas, sino que es también la lengua que utilizan los comerciantes de Barcelona. En otro tiempo había numerosos periódicos y revistas escritos en catalán, y en esta lengua se daba la enseñanza en las escuelas. Hoy no existen es-cuelas catalanas —a no ser algunos cursos particulares semiclandestinos— y la prensa catalana ha desaparecido por completo. Pero la lengua y los elementos intelectuales catalanes han sobrevivido a la época de la opresión más dura y en adelante es seguro que la coacción lingüística solo logrará agudizar los otros motivos de oposición.

Nos hallamos, en efecto, ante la paradoja de un pueblo políticamente bajo tutela, privado del uso de su idioma para la enseñanza y para todos los medios de información, salvo algunas raras excepciones, pero que conserva la conciencia de ser la parte más moderna y más rica de España, un polo de desarrollo y un centro de atracción. Los habitantes de las regiones meridionales menos favorecidas emigran a Cataluña, lo mismo que los italianos del «Mezzogiorno» emigran a Lombardía. Estos emigrantes, que se denominan comúnmente «murcianos», son los que suministran la mano de obra doméstica; y más tarde, la segunda generación habla ya el catalán, que es la lengua de los «señores». Este triunfo social del catalán sobre el castellano, a pesar del peso político de Castilla sobre Cataluña, es un fenómeno digno de consideración. En efecto, entre los «catalanistas» más entusiastas se encuentran gentes que se apellidan «López», prueba de un origen no catalán.

Solo pretendo dar aquí algunas impresiones recogidas durante diversas estancias en Cataluña, pero no puedo prescindir del recuerdo de algunos datos históricos, pues únicamente así es posible explicar la fuerza y la permanencia de esta conciencia de una vocación particular. La Marca Hispánica, establecida por los carolingios entre el Reino de Francia y el Emirato de Córdoba, era distinta de la Hispania. Esta región fue la primera que expulsó a los sarracenos. Entre la supremacía de los francos y la autoridad hereditaria de los condes, reconocida por el rey de Francia en 1258, se efectúa un tránsito que acompaña el desarrollo de las franquicias urbanas y el nacimiento de un parlamento anterior al de los ingleses. De provincia, Cataluña pasa a ser, no solo un Estado independiente, sino que se convierte en un imperio expansionista, que emprende guerras y crea colonias hasta en el Asia Menor, y conquista a Sicilia y Nápoles. La ciudad de Alguera, en Cerdeña, donde persistencia el idioma catalán, sobrevive como testimonio de esa época imperial.

En dicho período, los catalanes fundan, con el Consulado del Mar, un derecho marítimo que impone su autoridad. Al mismo tiempo que este impulso imperial, cuya evolución ha trazado el político e historiador Nicolau d’Olwer, fallecido ha poco en el destierro, se produce la secesión en líneas dinásticas rivales, a veces aliadas y a veces enemigas. La expansión hacia el Este se relaciona con la creación del arte románico, cuyo centro privilegiado es Cataluña. Pero este arte es el de una Cataluña aristocrática y monacal; y en Barcelona, ciudad burguesa, surge un barrio gótico.

La organización política aragonesa y el espíritu de empresa catalán se unen para formar el Reino de Aragón, que se convertirá en uno de los fundamentos del Reino de España. Más adelante observaremos que Cataluña interviene activa o pasivamente en las grandes querellas dinásticas, en las luchas entre los Habsburgo, franceses e ingleses, en las que los catalanes se verán con frecuencia traicionados y siempre decepcionados por sus aliados del momento. En la época en que el Mediterráneo deja de ser el centro principal de las comunicaciones, cuando el Mediodía de Francia es conquistado por el Norte, Cataluña es subyugada por el Sur. La suerte del conjunto occitano catalán recuerda la de la Lotaringia y de sus herederos, aplastados entre dos nuevos reinos centralistas. Y conviene añadir que Cataluña se alió con poco entusiasmo con el conde de Tolosa, derrotado en 1213. La separación de los catalanes y de los occitanos de Francia y de España arranca de esta fecha; se produce, por lo tanto, cinco siglos y medio antes de que se llegue a firmar el famoso Tratado de los Pirineos y contribuye a determinar una evolución catalana específica.

De imperio, Cataluña se convierte en provincia y ha seguido siéndolo, salvo durante las dos repúblicas efímeras. Pero también es el teatro de movimientos revolucionarios urbanos y rurales, de guerras de banderías y de movimientos extremistas, como el carlismo y el anarquismo, que manifiestan, bajo rótulos diferentes, una profunda aversión hacia el Estado, que es solo una fuerza impuesta desde fuera. La persecución de Castilla contra el idioma catalán tiene también una larga historia que pasa por los decretos de 1714 prohibiendo el empleo de esta lengua, hasta los de Primo de Rivera, en 1923, y los de Franco. Existen varias hipótesis para explicar esta decadencia de Cataluña. Un historiador como Vicens y Vives atribuye la causa principal de ello a la discontinuidad de su historia. No se produce una fusión o evolución, como en Inglaterra, entre la nobleza de las montañas —la raíz de «castillo» se encuentra lo mismo en Cataluña que en Castilla— y la burguesía de las ciudades costeras. Si se admite el paralelo entre la decadencia de la Occitania y la de Cataluña, ambas sometidas a reinos más burocratizados, también será conveniente establecer una distinción entre la cultura occitana, que queda a cargo de los poetas y eruditos, y la de Cataluña desposeída, que no ha sido digerida por sus dominadores y ha conservado todas las virtualidades de un renacimiento. Castilla, incapaz de comprender los modos no castellanos de ser español, ha perdido Portugal y ha conservado a duras penas Cataluña, pero ni ha sabido crear una cultura unitaria ni un Estado sostenido por las nuevas minorías selectas.

Las fronteras lingüísticas, como ya hemos visto, no están bien definidas. Nuestra lengua, ha dicho en otro tiempo un catalán, es un hueso que roen dos perros. Ahora bien, Francia ha mascado el hueso catalán. Robespierre, al regresar de Perpiñán, hizo traducir la Constitución al catalán para que los roselloneses la comprendiesen; pero la creación de nuevas escuelas sirvió para difundir el francés, la lengua del progreso, asociada a todas las mejoras de la región. Hace veinte años, el catalanismo era todavía combatido en ella y los alumnos no tenían derecho a hablar esta lengua durante el recreo. Actualmente, bajo el impulso de catalanistas fervientes, se dan clases en catalán en las escuelas municipales; el catalán es reconocido como lengua auxiliar para el bachillerato, y la radiodifusión emite en este idioma. Y es de lamentar que estas emisiones estén limitadas en los temas y por el tiempo, pues en Cataluña, donde la prensa no da noticias interesantes, todo el mundo escucha las emisiones en español y catalán de Praga, que se han convertido en la principal fuente de información.

Por lo que se refiere a España, la situación es distinta. El hueso catalán se le ha atragantado. El deseo de sojuzgar a Cataluña ha sido una de las principales preocupaciones de los generales del pronunciamiento franquista.

Situando la historia de Cataluña en el marco de su geografía, podremos seguir aún al historiador y economista Vicens y Vives, para quien la dialéctica del mar y de la montaña explica los rasgos a la vez «suizos» y «flamencos» de esta historia. «La dualidad montaña-mar ha sido creadora. Pensemos en la rivalidad entre Barcelona y Urgel, en el odio de las ciudades costeras contra la nobleza feudal de Urgel y Pallars, en las visiones entre los campesinos de las llanuras y los de las montañas durante la revolución, en la hostilidad entre la Cataluña liberal y la carlista, en el siglo pasado. Solo la creación de nuevas líneas de comunicación y la industrialización han hecho posible esta fusión casi completa de estos dos elementos. En la montaña se ha producido un fenómeno desconocido hasta entonces: la nacionalidad catalana. Hasta el siglo XIII, la montaña protegió las reservas humanas y espirituales del país. Los creadores de nuestra personalidad fueron, ante todo, los montañeses. Para confirmarlo bastará recordar los nombres de ciudades como Seu, Vic, Ripoll, Guíxols y Gerona. Los valles, que servían de refugio ante el avance de los musulmanes, estaban densamente poblados. Allí se erigieron iglesias, conventos y ciudades; allí se formaron en tres siglos las que siguen siendo nuestras mejores cualidades: la feina, el placer del trabajo, y el seny, la razón prudente, la tradición familiar y la responsabilidad social. La marina catalana se constituyó reclutando a los montañeses que emigraban al llano. Para la costa, las poblaciones montañesas fueron las reservas de energía. El desplazamiento hacia la costa fue la base del poder de Jaime I, de Pedro III el Grande y de sus hijos, en la época imperial. El espíritu mercantil, la intelectualidad y el imperialismo nacieron en la costa, donde se efectuó la gran aleación de las poblaciones.»

¿No es simbólico que Andorra, país de montaña, haya conservado el catalán como lengua oficial? Pero lo más notable es que ahora el centro de la conciencia catalana se halle de nuevo en la montaña, en Montserrat. Conviene decir que esta montaña no forma parte de los Pirineos, puesto que es un producto de las sedimentaciones y del hundimiento de las tierras circundantes.

Montserrat no atrae solamente a los peregrinos que vienen a rezar ante la milagrosa Virgen «morena». Este convento se ha convertido ahora en un centro de atracción intelectual, con un vasto radio de acción, tanto en el sentido laico como en el religioso. En vista de que en España, como consecuencia del Concordato, la censura eclesiástica se basta por sí sola, en Montserrat se imprimen varias revistas en catalán, no siempre de carácter religioso, y son las únicas en esta lengua que circulan en la Península, mientras que otras como Vida Cristiana y Germinabit están dedicadas a cuestiones exclusivamente teológicas. Montserrat publica también la revista mensual Serra d’Or, que se ha convertido en una de las mejores y más independientes de Europa, a pesar de haber empezado modestamente como una especie de boletín. En ella se evocan los problemas económicos y culturales de España, por la pluma de los mejores escritores jóvenes, y se ha publicado una especie de encuesta sobre la situación material de los obreros, que ha hecho época.

He aquí lo que escribía acerca de Montserrat el corresponsal en España de la Gazette de Zurich, en julio de 1960, en uno de los artículos de la serie dedicada a Cataluña:

«En las avanzadas de la cultura catalana y, por consiguiente, del catalanismo en el sentido más amplio, se encuentra el convento benedictino de Montserrat. Su abad se interesa vivamente por los acontecimientos que se refieren a Cataluña. En Montserrat se predica en catalán. El sermón de Navidad, que es transmitido por radio, constituye una de las raras ocasiones que tienen los catalanes de escuchar su lengua. Esta preocupación por el idioma catalán es una tradición muy antigua de Montserrat. Por el hecho mismo de estar prohibido el empleo del catalán en público, esta tradición ha adquirido un significado mucho mayor de lo que pudiera parecer a primera vista. Podemos afirmar, sin exageración, que Montserrat es la ciudadela del catalanismo, por lo menos para los catalanes que son católicos practicantes. En una región donde la lengua del país no se emplea en las relaciones con las autoridades, no hace falta mucho para devolver a la Iglesia la gloria de la tradición lingüística. Los que creyesen encontrar en Montserrat actividades subversivas se verían defraudados. Pero la actitud de Montserrat tiene una resonancia más fuerte que cualquier acción revolucionaria.»

¿Esta aproximación entre una parte del clero y el sentimiento popular catalán ha eliminado acaso la tradición de anticlericalismo violento que tenía también raíces profundas en Cataluña? En una placa empotrada en un peñasco de Montserrat pueden leerse los nombres de los monjes que perecieron durante la guerra civil. Es difícil prever el porvenir. Las conversaciones, por muy numerosas que sean, no pueden producir el efecto de una encuesta, cuya realización a fondo sería muy complicada en las circunstancias actuales. Se da el caso de que la mayoría de los obispos de Cataluña —siete entre nueve, creo— no son catalanes. Algunos de ellos han adoptado una actitud violenta contra la predicación en catalán. En la medida en que la Iglesia sea catalana se aproximará a los sentimientos auténticos del pueblo, y si volviese a restablecerse la libertad política, el primer partido que se formase en Cataluña sería el demócrata-cristiano, parecido a los que desempeñan un papel determinante en las democracias de la Europa occidental después de la guerra.

Barcelona es una verdadera capital intelectual. En realidad, los turistas no se dan cuenta de ello, pues la policía que desorganiza la circulación es quisquillosa y grosera, ante su incapacidad para superar las complicaciones que trae consigo la invasión de vehículos motorizados y de extranjeros, a los que trata de importunos. Los comercios, al contrario de lo que sucede en nuestras sociedades de consumo, ofrecen mercancías de lujo a precios ventajosos y artículos de uso corriente, muy caros y de mala calidad. Este fenómeno es propio de la economía de un país donde los ricos son privilegiados como contribuyentes y se ven halagados como compradores.

Barcelona es, naturalmente, el centro de la cultura lingüística, pues cuenta con una docena de casas editoriales que publican libros en catalán y hacen cada vez más traducciones de obras escritas en otros idiomas, lo que durante mucho tiempo fue desaconsejado y a veces hasta prohibido. Los catálogos de los editores citan con frecuencia como obras de autores anónimos las que son de escritores de la categoría de Nicolau d’Olwer, que han desempeñado un papel eminente. La España oficial, desde su ingreso en la Unesco, hace periódicamente alarde de su liberalismo y ha expuesto en París libros en catalán, cuya publicación había costado multas a sus editores. En un documento oficial reciente, para consumo de extranjeros, se citan numerosos libros que vieron la luz pública en catalán; pero el documento no menciona que la mayor parte de estas ediciones son anteriores a 1939. Si no existe ninguna revista catalana, excepto la de Montserrat, se tiene buen cuidado de recalcar que no se trata de una prohibición de principio. Un gobernador de Barcelona, a quien un periodista inglés hacía esta pregunta, respondió sacando de un cajón de su mesa un ejemplar de una revista que fue suspendida después de la aparición del primer número: «Ve usted, hacemos algunos esfuerzos aquí y allá, pero hay que renunciar enseguida.  ¿Qué quiere usted? Esto ya no interesa a la gente.»

Para los libros más caros, los editores encuentran el inconveniente de tener que someter la obra a la censura una vez hechas las planchas, es decir, exponiéndose a un riesgo material considerable. A menudo se emplea el procedimiento de demorar la respuesta durante muchos meses. Los censores se sienten molestos y las cartas en que comunican las prohibiciones llevan generalmente firmas ilegibles. Es una lucha constante, en la que los editores logran a veces la victoria. Así, por ejemplo, en el caso de una novela prohibida por «depravación moral», el editor pudo procurarse el imprimátur eclesiástico, que las autoridades no tuvieron más remedio que aceptar, puesto que todo lo que concierne a la moral es del dominio de la Iglesia. Esta censura es muy anticuada, oscurantista, caprichosa y, en ciertas ocasiones, indulgente, ya que depende de quién sea el censor; pero es muy distinta de un control totalitario de la cultura, pues, como se ve, no ha dado lugar a una literatura a la gloria del régimen.

Cataluña no es la única región de España que tiene su lengua y su tradición. Los españoles emigrados a la Argentina, México u otros países se agrupan siempre, según sus orígenes regionales, en gallegos, andaluces, vascos, catalanes, etc. Pero ser particularista catalán es sin duda una manera de ser español, ya que la singularidad es en España el denominador común. Y si los castellanos pudiesen comprender que este particularismo no es una ofensa a la hispanidad, sino una de sus manifestaciones auténticas, esta peculiaridad se convertiría en una riqueza cultural inmensa para España, en vez de ser un estorbo, una realidad ignorada, un objeto de sospechas, cuando no de represión. Puede decirse que esta represión, por lo que se refiere a Cataluña, ha constituido un propósito franquista desde el primer momento. En cuanto entraron en Barcelona las tropas de la rebelión, la «Plaza de Cataluña» fue bautizada «Plaza del Ejército Español»; pero como esto pareció algo excesivo, la plaza recuperó pronto su antiguo nombre. En cambio, la «Biblioteca de Cataluña» ha continuado llamándose «Biblioteca Central», la «Avenida Gaudí» se ha convertido en la «Avenida Primo de Rivera» y bastantes de los nombres que tienen una significación histórica para Cataluña han sido reemplazados por los de los generales de la «Cruzada». Apostemos a que estas calles recobrarán sus nombres, pues Franco no hace sino contemporizar y sostenerse como puede. Lo mismo que arrinconó conflictos y problemas que reaparecen ahora, ha arrinconado el catalán, sin lograr vencerlo. En el momento en que España se vuelve hacia Europa, mediante un movimiento que habrá de conmover las antiguas estructuras, ya no está en condiciones de realizar la «castellanización» de Cataluña. Al contrario, el renacimiento catalán es el que ha recobrado nuevas fuerzas. No será posible burlar ya a las regiones más avanzadas de España —País Vasco y Cataluña—, que son al mismo tiempo la mejor esperanza para resistir el choque que habrá de producir la apertura hacia sociedades técnicamente más desarrolladas.

En estas notas, que no tienen nada de sis-temático, sobre algunos aspectos de Cataluña, hemos dejado a un lado la economía, sobre la que tendremos ocasión de volver. Diremos sencillamente que el problema del desarrollo económico está ligado al de una formación profesional mucho más intensa, y que el interés por las cuestiones de la modernización se extiende entre un público muy vasto y una minoría selecta. Una publicación técnica del Ministerio de Comercio, consagrada a la economía de Cataluña, ha sido el libro que más se vendió en Barcelona durante esta primavera. Se le encontraba en los quioscos de las Ramblas, al lado de las novelas policíacas y de los «comics», y la edición se agotó rápidamente. La calidad y la orientación de los jóvenes economistas catalanes que han colaborado en una publicación de esta índole prueban que la relación que existe entre las posibilidades económicas de España y el desarrollo de esta región empieza a comprenderse en Madrid. En dicha publicación, que es sin duda alguna el mejor inventario de los recursos humanos y materiales de Cataluña, se encuentra (página 53) un mapa que presenta un esquema del nivel de vida por regiones. De este modo, puede comprobarse que solo tres zonas disfrutan de un nivel relativamente elevado: el País Vasco, Cataluña y Madrid. ¿No resulta significativo que sean justamente las regiones donde la subversión de Franco fracasó, las que este tuvo que conquistar penosamente desde fuera? En resumen, puede decirse, comparando este mapa económico con el de las líneas del frente durante la guerra civil, que la España retrógrada es la que en 1939 venció a la España del progreso. Ahora bien, desde entonces ha habido una emigración en masa de españoles de las regiones pobres hacia las regiones adelantadas, y esto empieza a dar sus resultados.

En uno de los estudios del aludido volumen se lee que en 1955, 4.750 millones de pesetas fueron recaudados por el Estado, por la «vía ordinaria» en la provincia de Barcelona, mientras que en este mismo año el Estado solo invirtió en ella mil millones. Esta transferencia de fondos pudo haber servido para elevar el nivel de vida de la España desheredada. Y este hecho sería admisible, si pudiera hacerse la comparación con la Caja del «Mezzogiorno» en Italia, o con ciertas formas de la ayuda al «tercer mundo». Pero la realidad es que la España pobre no se ha beneficiado de esta exacción, que ha servido únicamente para detener el progreso de las regiones que están en pleno auge.

En relación con esta especie de estatismo, todo liberalismo es un progreso, porque proviene de realidades y obliga a hacer ciertas comparaciones. Actualmente, España cuenta con estas regiones septentrionales, aun cuando no hayan seguido, ni con mucho, el avance de la industria en el Norte de Italia. Cataluña se encuentra «revalorizada»; pero podría desarrollarse más rápidamente si se viera libre de tutelas y volviese a disfrutar de su autonomía, como lo ha demostrado en épocas recientes. Entre un liberalismo que impone el desarrollo, y la vuelta a las libertades administrativas y culturales existe un nexo que, si bien no es automático, no deja de ser efectivo.

Esta vuelta a la libertad —que dista mucho de ser el desquite de un separatismo anticuado— podría efectuarse indirectamente por medio de esa regionalización, que es una de las formas que adopta Europa en su marcha hacia la unidad económica. Rehusar esta nueva concepción dinámica de la región sería para España una manera de excluirse nuevamente de una gran corriente europea de ideas, de una experiencia nueva, y de condenarse una vez más al aislamiento y al retroceso. Esta libertad de la región es sin duda peligrosa para el franquismo; pero actualmente hay demasiados hombres en España, incluso entre los funcionarios superiores del Estado, que se niegan a aceptar la alternativa que supondría el aislamiento y el estancamiento, por ver en ella un peligro gravísimo. En esta evolución que se esboza y que desde ahora parece difícil interrumpir, Cataluña sigue siendo el país gozne.

España necesita cierta dosis de «catalanización», tal como la comprendía ya en el siglo pasado el general Prim. Porque Cataluña, tanto por su historia como por su estructura económica, es una región eminentemente capaz de vivir en democracia, lo que no puede afirmarse con tanta seguridad de otras regiones de España. Conviene, pues, considerar una estructura federal, en la que unas regiones puedan evolucionar más rápidamente que otras, lo mismo que en los Estados Unidos hay lugar para el Connecticut y para el Misisipí. Muchos castellanos, incluso no franquistas, no conciben fácilmente una Cataluña en su vocación de región piloto. Pero, en realidad, el que ha fracasado no ha sido solo el franquismo, sino el centralismo castellano en su totalidad. Y cuando la España que trabaja, piensa y evoluciona comprueba unánimemente este fracaso, puede decirse que ha llegado el momento de formular las deducciones que se imponen.

Un pensament sobre “Cataluña es algo más que una región

  1. Retroenllaç: François Bondy y Cataluña en 1963 – El passat que no passa

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