por J. Robert Oppenheimer

Ficción y realidad
Con motivo del aclamado film Oppenheimer, de Christopher Nolan, que ha recibido múltiples premios en la noche de los premios Oscar de Hollywood, reproducimos un artículo que el científico germano-americano publicó en la revista Cuadernos (núm. 67, dic. 1962).
Esta revista estaba promocionada por el Congreso por la Libertad de la Cultura, y su director era Julián Gorkin, antiguo dirigente del POUM que vivía exiliado en París.
Es un texto muy pertinente, ya que reflexiona sobre la producción de conocimiento y cómo se difunde en el mundo moderno.
Foto: © Alfred Eisenstaedt / Life Picture Collection/Shutterstock
Todos estos temas —el origen de la ciencia, las formas de su crecimiento, su estructura reticular ramificada, su creciente extrañamiento del entendimiento común del hombre, su libertad, el carácter de su objetividad y de su amplitud— tienen que ver con las relaciones entre ciencia y cultura.
Vivimos en un mundo extraño, caracterizado por cambios muy profundos e irreversibles que se producen en el espacio de una vida humana. Vivimos en una época en que nuestro conocimiento y comprensión del mundo, de la naturaleza se hacen cada vez más amplios y profundos, a una velocidad sin precedentes, y en que los problemas que suscita la aplicación de este conocimiento a las necesidades y aspiraciones del hombre resultan nuevos y se hallan solo escasamente iluminados por nuestra pasada historia.
En las sociedades tradicionales la gran función de la cultura ha sido siempre mantener un estado de cosas más bien estable, tranquilo e invariable. La función de la tradición consistía en asimilar una época a otra, un episodio a otro, incluso un año a otro. Y la función de la cultura era dar sentido por referencia a los rasgos constantes o recurrentes de la vida humana, a los que en días más apacibles considerábamos como verdades eternas.
En las sociedades más primitivas —si hemos de creer a los antropólogos— la función principal del rito, de la religión y de la cultura consiste, en realidad, casi en detener el cambio. Esa función estriba en proporcionar al organismo social lo que la vida provee de manera tan mágica para los seres vivos: una especie de homeostasis, una capacidad para permanecer intactos, para reaccionar solo en grado muy reducido a las convulsiones y alteraciones naturales del mundo circundante.
En nuestros días, cultura y tradición han asumido una finalidad intelectual y social muy diferente. La función principal que hoy realizan las tradiciones más vitales y enérgicas consiste precisamente en proporcionar los instrumentos para un cambio rápido. Son muchos los factores que se reúnen para producir esta alteración en la vida del hombre; pero probablemente el decisivo sea la ciencia misma. Utilizaré este término en el sentido más amplio que conozco, incluyendo las ciencias naturales, las ciencias históricas y todas aquellas otras materias en torno a las cuales los hombres pueden departir entre sí objetivamente. No insistiré demasiado en la distinción entre, por un lado, la ciencia como un esfuerzo para investigar el mundo y comprenderle y, por otro, la ciencia en cuanto a sus aplicaciones en la tecnología, como un esfuerzo para aprovechar para algo útil el conocimiento así adquirido. Pero es necesario tener cierto cuidado, ya que, si llamamos a la nuestra la era científica, incurrimos en un tipo de simplificación más que excesiva. Cuando hablamos de la ciencia actual, lo probable es que pensemos en el biólogo con su microscopio o en el físico con su ciclotrón; pero apenas cabe duda de que mucho de lo que actualmente no se considera como objeto satisfactorio de estudio lo llegará a ser posteriormente. Por mi parte, estimo que en este momento cultivamos probablemente solo una pequeña porción del terreno que será natural para las ciencias de dentro de un siglo. Pienso en el crecimiento enormemente rápido de muchas ramas de la biología y en el hecho, tremendo, pero no cerrado a la esperanza, de que el hombre es una parte de la naturaleza y se halla como tal muy abierto al estudio.
La razón de este gran cambio —desde un mundo de evolución lenta, casi estático, al mundo en que hoy vivimos— es el carácter acumulativo, la solidez y la objetividad de todo lo que hemos aprendido acerca de la naturaleza. Cierto es que esto queda superado cuando nos adentramos en otros campos de la experiencia. Lo que es verdadero en la escala de la pulgada y del centímetro puede no serlo en la de los mil millones de años luz; y quizá no lo sea tampoco en la escala de una centésima de billón de un centímetro; pero permanece cierto en la escala para la que quedó demostrado. Así, todo lo que se descubre queda agregado a lo que ya se sabía antes, lo enriquece y no tiene que ser repetido. Este carácter esencialmente acumulativo e irreversible del conocimiento de las cosas constituye el sello distintivo de la ciencia.
Esto significa que en la historia humana las ciencias producen cambios que no pueden hacerse desaparecer, por más que uno lo desee, y que no pueden anularse. Voy a dar un par de ejemplos completamente diferentes acerca de esto. Se habla mucho de que hay que desembarazarse de las bombas atómicas. Me agrada que se hable de estas cosas, pero no debemos engañarnos. El mundo ya no será el mismo, independientemente de lo que hagamos con las bombas, porque es imposible exorcizar el conocimiento que nos permite fabricarlas. Ahí está, y todas las disposiciones que tomemos para vivir en una nueva era han de tener en cuenta su presencia virtual omnipresente, así como el hecho de que no podemos modificar tal estado de cosas. Un ejemplo diferente: nunca repetiremos los errores que se cometieron acerca del carácter central y la importancia de nuestro hábitat físico, ahora que sabemos algo sobre el lugar que ocupa la Tierra en el sistema solar y que sabemos que existen centenares de miles de millones de soles en nuestra galaxia, dentro del alcance de los grandes telescopios del mundo. Ya no podremos nunca más basar la dignidad de la vida humana en las especiales características de espacio y tiempo, del lugar y de la época en que nos ha tocado vivir.
Estos son cambios irreversibles, y así es como el carácter acumulativo establece un paradigma, un ejemplo de algo que, en otros aspectos, se halla mucho más sujeto a debate: la idea del progreso humano. No cabe duda alguna de que en el campo de las ciencias la dirección del crecimiento significa el progreso. Esto resulta cierto tanto por lo que respecta al conocimiento de los hechos, la comprensión de la naturaleza, como al conocimiento de la práctica, de la tecnología, del aprender cómo hacer las cosas. Cuando aplicamos esto a la situación humana y nos quejamos de que realizamos grandes progresos en las investigaciones en torno a la automación, las calculadoras electrónicas o el espacio, pero no, en cambio, un progreso moral comparable, incurrimos en una falta absoluta de comprensión de la diferencia existente entre los dos tipos de progreso. No quiero decir que el progreso moral sea imposible, sino que no es en modo alguno automático. El retroceso moral, tal como lo hemos podido ver en nuestra época, es igualmente posible. En cambio, el retroceso científico no es compatible con la práctica continuada de la ciencia.
Es cierto, desde luego —y nos sentimos orgullosos de que así sea— que la ciencia es perfectamente internacional e idéntica, con pequeñas diferencias de énfasis, en Japón, Francia, Estados Unidos y Rusia. Pero la cultura no es internacional. En verdad, yo me cuento entre los que esperan que, en cierto sentido, nunca lo será del todo, que la influencia de nuestro pasado y de nuestra historia —que por diversas causas y para pueblos diferentes son distintas— se dejará sentir y no se perderá en una homogeneidad total.
No puedo suscribir la idea de que la ciencia y la cultura son coextensivas, de que representan la misma cosa con diferentes nombres; y no puedo tampoco aceptar la afirmación de que la ciencia es algo útil, pero que en esencia no tiene relación alguna con la cultura. Creo que vivimos en una época que tiene pocos paralelos históricos, que hay problemas de índole práctica en relación con las instituciones humanas, con su desuso y su inadecuación, problemas de la mente y del espíritu que, si no más difíciles que antes, son nuevos y son difíciles. Trataré aquí de algunos rasgos de las ciencias que contribuyen a esa dificultad y quizá ofrezca una síntesis de lo que son. Esos rasgos se relacionan con la cuestión de por qué la revolución científica ocurrió cuando ocurrió. Se relacionan también con el crecimiento típico de las ciencias; con su estructura interna característica; con la relación entre los descubrimientos en las ciencias y las ideas generales del hombre en materias que no guardan precisamente conexión con las ciencias; con la libertad y la necesidad en la ciencia y el carácter creador y abierto de esta, es decir su carácter de infinitud, y, por último, con la dirección que debemos seguir para dar coherencia y orden a nuestra vida cultural, para realizar lo que sea adecuado a fin de que un grupo de intelectuales, artistas, filósofos, profesores, hombres de ciencia y estadistas contribuya a reformar la sensibilidad y las instituciones de este mundo, las cuales necesitan ser readaptadas si es que de algún modo hemos de sobrevivir.
No es fácil responder a la cuestión de por qué la revolución científica ocurrió en la época en que lo hizo. Esta revolución se inició —y creo que todos los historiadores serios estarán de acuerdo en ello— a fines de la Edad Media y principios del Renacimiento. Sus comienzos fueron muy lentos. Ninguna gran cultura estuvo exenta de curiosidad y de reflexión, de contemplación y de pensamiento. «Conocer las causas de las cosas» es algo que siempre han deseado los hombres serios en una búsqueda que las sociedades bien constituidas han sostenido. Ninguna gran cultura ha carecido de genio inventivo. Si pensamos en la cultura de Grecia, y en los subsiguientes períodos helenístico y romano, resulta particularmente asombroso que no se produjera entonces la revolución científica. Los griegos descubrieron algo sin lo cual nuestro mundo contemporáneo no sería lo que es: las normas del rigor, la idea de la prueba, la noción de la necesidad lógica, la idea de que una cosa implica otra. Sin esto, la ciencia es casi imposible, ya que, a menos que exista una estructura cuasi rígida de implicación y necesidad, si algo resulta no ser lo que esperábamos, no tendremos ningún medio de descubrir dónde está la equivocación: uno no sabe cómo corregirse a sí mismo, cómo dar con el error. Pero esto es algo que los griegos supieron muy pronto en su historia. Eran curiosos e inventivos. Es cierto que no experimentaban en la escala en que se hace en nuestros días, pero de todos modos realizaron muchos experimentos. Alcanzaron —y esto es algo de lo cual solo nos hemos dado cuenta recientemente— un grado muy elevado de adelanto técnico y tecnológico. Podían fabricar instrumentos muy sutiles y complicados, aunque no escribieron nunca mucho acerca de ello. Posiblemente, los griegos no realizaron la revolución científica a causa de alguna deficiencia en la comunicación. Constituían una sociedad pequeña y quizá todo se debiera a que no había bastantes personas incluidas en la cuestión.
En cuestiones de historia no podemos fijar una causa única, precisamente porque el acontecimiento en sí es único; no se puede hacer una prueba para ver si la apreciación es correcta. Creo que la mejor conjetura al respecto es suponer que la revolución científica necesita de algo que no estaba presente en la civilización china, que se hallaba totalmente ausente de la civilización de la India y que tampoco existía en la civilización greco-romana. Se necesitaba una idea de progreso, pero no limitada a una mejor comprensión, como la que sustentaban los griegos. Se precisaba de una idea de progreso que tuviera más que ver con la condición humana, idea que se expresa perfectamente en la segunda mitad de la famosa dicotomía cristiana: fe y obras; la noción de que el perfeccionamiento de la condición humana y su civilidad tienen un sentido; de que todos somos responsables y tenemos un deber para con ella y para con el hombre. Creo que fue cuando esta noción básica de la condición humana, que complementa los otros aspectos seculares de la religión, se fortaleció y fructificó entre los siglos XIII y XV gracias al redescubrimiento de los hombres de ciencia, de los filósofos y de los matemáticos de la antigüedad, cuando se inició la era científica. Al llegar el siglo XVII existía un puñado de hombres empeñados en la tarea de perfeccionar el conocimiento humano, o el «conocimiento útil» —los términos variaban de un país a otro—, de modo que se fundaron nuevas sociedades tales como la Royal Society y la Academia, donde la gente podía conversar y dar al desarrollo de las ciencias ese elemento indispensable que constituye la tarea en común, la comunicación, la corrección de los errores del compañero y la admiración de sus capacidades, creando así las primeras comunidades cien-tíficas.
Poco antes de Newton, Hobbes podía escribir: «Las ciencias representan un poder pequeño, porque no es eminente, y, por tanto, no se le reconoce en cualquier hombre, sino solo en unos pocos; y, en ellos, solo de unas pocas cosas. Porque la ciencia es de tal naturaleza que nadie puede comprender lo que es salvo si la ha dominado en gran medida. Las artes de utilidad pública, tales como la fortificación, la construcción de ingenios e instrumentos de guerra, al contribuir a la defensa y a la victoria, son poder.»
Fue en el siguiente siglo cuando la ciencia se insertó en un contexto de fraternidad, incluso de hermandad universal. La ciencia fomentaba un punto de vista político igualitario, tolerante, pluralista y liberal, es decir, todo aquello que hoy justamente denota la palabra «democrático». El resultado es que el mundo científico de nuestros días es también muy amplio: un mundo abierto en el que naturalmente no todos pueden hacer todas las cosas, en el que no todo el mundo puede ser hombre de ciencia o primer ministro, pero en el que luchamos duramente contra la exclusión arbitraria a que se pueda someter a alguien de cualquier trabajo o de deliberaciones, razonamientos y responsabilidades a las cuales se adaptan sus capacidades. El resultado es que hoy nos enfrentamos con nuestros nuevos problemas, que se derivan de las consecuencias prácticas de la tecnología y de las enormes consecuencias intelectuales de la ciencia misma, en el contexto de un mundo integrado por dos o tres mil millones de habitantes, dentro de una enorme sociedad para la cual nunca se planearon realmente las instituciones humanas. Nos enfrentamos con un mundo en el cual el desarrollo es característico, no solo en lo que se refiere a las ciencias, sino también en lo que respecta a la economía, a la tecnología y a todas las instituciones humanas; nadie puede hoy día abrir un periódico sin comprender las consecuencias.
Podemos medir el desarrollo científico utilizando muchos medios, pero es importante no confundir las cosas. La excelencia del hombre de ciencia individual no cambia mucho con el tiempo. Varían su conocimiento y su fuerza, pero no la alta calidad que le hace grande. No esperamos que nadie sea mejor que Kepler o Newton, como tampoco esperaríamos que este o aquel escritor sea superior a Sófocles, ni que cualquier doctrina sea mejor que el Evangelio según San Mateo. De todos modos, podemos medir las cosas, y esto es algo que ya se ha hecho. Podemos medir cuántas personas trabajan en problemas científicos: basta con contarlas. Podemos darnos cuenta de cuánto se publica.
La aplicación de estas dos medidas o criterios nos muestra que el conocimiento científico se duplica cada diez años. Casimir ha calculado que si la Physical Review norteamericana continuara creciendo con la misma rapidez con que lo ha hecho entre 1945 y 1960, sus volúmenes pesarían durante el próximo siglo más que la Tierra. En quince años, el volumen de los resúmenes de artículos sobre química se ha cuadruplicado; y en biología los cambios son aún más rápidos. Hoy día, si llamamos hombres de ciencia a aquellas personas que consagran su vida a adquirir y aplicar nuevos conocimientos, resulta que el número de hombres de ciencia vivos constituye el 93 % de la cifra correspondiente a toda la historia de la humanidad. Este crecimiento, enormemente rápido, que se viene manteniendo desde hace dos siglos, significa naturalmente que ningún hombre aprendió siendo niño más que una pequeña fracción, en su propio campo, de lo que debe saber como adulto.
Debemos tener en cuenta varios aspectos. Podría pensarse lógicamente que si publicamos tanto, nuestros trabajos deben ser triviales. Creo que esto no es cierto: cualquier comunidad científica integrada por gentes sensatas rechazaría este aserto; porque tenemos que leer lo que se publica. Los argumentos en contra de permitir la acumulación de cosas triviales y sin importancia que no son realmente nuevas ni añaden nada a lo que ya se sabía antes, resultan muy poderosos.
El segundo aspecto se refiere a que podemos decir que toda novedad vuelve ininteresante lo que ya se sabía antes, que se puede olvidar con la misma rapidez con que se aprende. Esto es en parte verdad. Siempre que aparece un conocimiento nuevo e importante, un gran elemento nuevo de orden, una nueva teoría o una nueva ley de la naturaleza, mucho de lo que antes tenía que recordarse en forma aislada queda enlazado y, hasta cierto punto, simplificado. De todos modos, no podemos olvidar lo que ocurrió antes, ya que generalmente el sentido de lo que se descubre en 1962 hay que buscarlo en términos de cosas que fueron descubiertas en 1955, 1950 o con anterioridad. Estas son las cosas sobre la base de las cuales se elaboran los nuevos descubrimientos, los orígenes de los instrumentos que nos proporcionan los nuevos descubrimientos, los orígenes de los conceptos en cuyos términos se realizan estos, los orígenes del lenguaje y de la tradición.
Un tercer aspecto: cuando uno considera el futuro de algo que se duplica cada diez años, concluye que ha de llegar un momento en el que esa expansión se detenga, por la misma razón que la Physical Review no puede llegar a pesar más que la Tierra. Sabemos que se llegará a una saturación, probablemente a un nivel mucho más alto que el actual; llegará un momento en que el índice de crecimiento de la ciencia no será tal que cada diez años se duplique la cantidad de lo que se conoce; pero la cantidad de lo que se añada al conocimiento será entonces mucho mayor que actualmente. Porque este índice de crecimiento sugiere que, así como el profesional, si ha de seguir siendo profesional, tiene que vivir una vida de continuo estudio, del mismo modo tal vez podamos encontrar aquí una pista para la conducta más general del intelectual, con respecto a sus propios asuntos y a los de sus colegas en campos algo diferentes. En el sentido más práctico, el hombre tendrá una posibilidad de elección: puede optar por continuar aprendiendo acerca de su propio campo, de un modo íntimo, detallado y prolijo, de manera que llegue a saber todo lo que puede saberse sobre él. Pero en tal caso su campo no será muy amplio. Su conocimiento de la ciencia como totalidad será sumamente parcial, pero será muy íntimo y muy completo en relación con su propio campo. O bien puede optar por otro camino que le lleve a conocer en forma general, superficial, mucho de lo que sucede en el campo de la ciencia, pero sin competencia, sin maestría, sin intimidad y sin profundidad. La razón de que insista en esto estriba en que los valores culturales de la vida de la ciencia radican, casi todos, en el punto de vista íntimo; en este es donde se manifiestan las nuevas técnicas, las duras lecciones, las verdaderas opciones, las grandes decepciones y los grandes descubrimientos.
Todas las ciencias se originan en el sentido común, en la curiosidad, la observación y la reflexión. Se comienza perfeccionando la propia observación y el propio lenguaje, explorando e impulsando las cosas un poco más allá de cómo se presentan en la vida corriente. Pero en estas cosas nuevas encontramos sorpresas; revisamos la forma en que pensamos las cosas para dar cabida a las sorpresas; pero entonces las formas anteriores de pensar resultan tan torpes e inadecuadas que comprendemos la necesidad de un gran cambio y tenemos que recrear nuestra manera de pensar esa parte de la naturaleza.
A través de todo este proceso aprendemos a contar lo que hemos hecho, lo que hemos descubierto, a esperar con paciencia a ver si otros descubren las mismas cosas y a reducir, hasta un punto en que verdaderamente no haya mayor diferencia, el elemento casi siempre abrumadoramente vital de ambigüedad en el discurso humano. Vivimos siendo ambiguos, no ordenando las cosas, porque estas no tienen por qué ser ordenadas, sugiriendo más de una cosa a la vez, porque su copresencia en la mente puede ser una fuente de belleza. Pero al hablar de la ciencia se puede ser tan ambiguo como se quiera solo hasta que se llega al fondo del problema. Entonces le exponemos a un amigo lo que hemos realizado, en términos inteligibles para él, porque se le ha enseñado a entenderlos, y le explicamos precisamente lo que hemos descubierto y la forma como lo descubrimos. Si no nos comprende, le hacemos una visita y le ayudamos a que nos entienda; y si aun así no nos comprende, volvemos a casa y repetimos nuestra observación. De este modo es como se establecen la firmeza y la solidez de la ciencia.
¿Cuál es entonces el procedimiento? Al estudiar las diferentes partes de la naturaleza, exploramos con ayuda de diferentes instrumentos, exploramos distintos objetos y así tenemos una ramificación de lo que antes había sido discurso corriente, sentido común. Cada rama desarrolla nuevos instrumentos, ideas y palabras apropiadas para descubrir esa parte del mundo de la naturaleza. Esta estructura de árbol, que surge en su totalidad del tronco único de la experiencia común primordial del hombre, posee ramificaciones que no se relacionan ya con los mismos temas, con las mismas palabras, con las mismas técnicas. La uni-dad de la ciencia, aparte el hecho de que toda ella tiene un origen común en la vida cotidiana del hombre, no es una unidad en que cada una de las partes se derive de otra, ni en que exista una identidad entre una parte y otra, entre genética y topología, digamos, para tomar dos ejemplos improbables, donde efectivamente existe cierta conexión.
La unidad consiste en dos cosas: la primera y más sorprendente es su falta de consistencia. Así, podemos hablar de la vida en términos de finalidad, de adaptación y de función; pero no hemos encontrado en las cosas vivientes artificios o trampas que burlen las leyes físicas y químicas. Hemos encontrado y espero que seguiremos encontrando una consistencia total; y entre materias distintas, incluso tan remotas como la biología y la topología, encontramos ocasionalmente una marcada pertinencia recíproca. La una ilumina la otra; ambas se hallan mutuamente relacionadas. A menudo, en el campo de las ciencias, los grandes acontecimientos ocurren cuando dos descubrimientos diferentes, realizados en mundos distintos, resultan tener tanto en común que constituyen ejemplos de un descubrimiento todavía más importante.
El cuadro no corresponde al de una formación ordenada de hechos en el que cada uno de ellos procede, en cierto modo, de otro más fundamental; sino que sugiere más bien la imagen de un ser viviente: un árbol que hace algo que los árboles no hacen normalmente, un árbol que ocasionalmente pudiera hacer que sus ramas crecieran juntas y se separaran de nuevo formando una gran red.
El conocimiento que se acrecienta de esta manera extraordinaria es, inherente e inevitablemente, un conocimiento muy especializado. Es diferente para el físico, para el astrónomo, para el microbiólogo, para el matemático. Existen conexiones; se da una pertinencia mutua a menudo importante. Ni siquiera en la física, en cuyo ámbito tenemos que luchar mucho para evitar que las diferentes partes de nuestra materia se dispersen (de tal modo que un individuo sabrá una cosa y otro sabrá otra, y no se comunican entre sí), llegamos a conseguir un éxito completo, a pesar de nuestra fuerte pasión por la unidad. Las tradiciones de la ciencia son tradiciones especializadas; esa es su fuerza. Su fuerza consiste en que emplean las palabras, la maquinaria, los conceptos y las teorías que mejor se adaptan a sus temas y no se embarazan con la obligación de tratar de adaptarse a otros tipos de hechos. Son estas tradiciones especializadas las que proporcionan a la experiencia científica su enorme impulso y vigor. Esta es también una de las causas que engendran el problema de la enseñanza y la explicación de las ciencias. Cuando accedemos a un resultado general trascendente que ilumina una gran parte del mundo de la naturaleza, en virtud del hecho de ser general en el sentido lógico, de abarcar una enorme cantidad de experiencia, justamente entonces es, en sus conceptos y su terminología, un resultado altamente especializado, casi ininteligible, excepto para aquellos individuos que han trabajado en ese mismo campo. Las grandes leyes físicas del presente no lo describen todo, pues de lo contrario no nos quedaría nada por hacer, pero que desexplican casi todo lo que la experiencia humana común puede observar acerca del mundo físico— no pueden formularse en términos que sea posible definir en forma razonable sin un largo período de aprendizaje. Esto resulta no menos cierto aplicado a otras materias.
Dentro de estas especializaciones tenemos a las comunidades profesionales de las diversas ciencias, comunidades de carácter muy íntimo, que trabajan en estrecho con-tacto y se conocen unas a otras a través de todo el mundo; satisfechas por lo general cuando un miembro de la comunidad hace un descubrimiento; celosas en ocasiones, pero manteniendo cordiales relaciones mutuas. Pienso, por ejemplo, que lo que hoy llamamos psicología será quizá un día muchas ciencias y que estas serán practicadas por un gran número de diversas comunidades especializadas, las cuales se comunicarán entre sí, cada una dentro de su propia profesión y de su propio modo.
Estas comunidades especializadas, o gremios, constituyen una experiencia sumamente emocionante para quienes en ellas participan. En muchas ocasiones se ha intentado ver en ellas analogías para otras actividades humanas. El intento del que se habla con más frecuencia es el siguiente: «Si los físicos pueden trabajar juntos en países de culturas diferentes, en países con políticas diferentes, incluso mutuamente hostiles, o con religiones diversas, ¿no es esta una forma de reunir y conciliar al mundo?»
Como consecuencia de las costumbres de la universidad, los hábitos de especialización de las ciencias se han extendido, hasta cierto punto, a otras actividades; por ejemplo, a la filosofía y a las artes. Existe una filosofía técnica que es la filosofía como artesanía, la filosofía para otros filósofos, y existe también un arte para los artistas y los críticos. En mi opinión, cualesquiera que sean sus virtudes en cuanto al perfeccionamiento de los instrumentos profesionales, estas son interpretaciones profundamente falsas, incluso subversiones profundas de las verdaderas funciones de la filosofía y el arte, que han de orientarse hacia el problema humano general y se dirigen si no a todo el mundo sí a cualquier individuo, pero no a los especialistas.
Se ha afirmado con frecuencia que los grandes descubrimientos científicos, al penetrar en la vida de los hombres, influyen sobre sus actitudes frente a su puesto en la vida, sobre sus opiniones y su filosofía. Sin duda hay cierta verdad en esto (1).
Si los descubrimientos científicos han de ejercer un efecto probado sobre el pensamiento y la cultura humanos, tienen que ser comprensibles. Pero lo normal es que esto solo resulte cierto en el período inicial de una ciencia, cuando se refiere a cosas que no se hallan muy alejadas de la experiencia común. Dos de los grandes descubrimientos de este siglo se conocen con el nombre de relatividad e incertidumbre, y cuando los oímos nombrar, quizá pensemos: «Así es como me sentí esta mañana: me sentía relativamente confuso y bastante incierto.» Esto no tiene nada que ver con la noción de las cuestiones técnicas que abarcan esos grandes descubrimientos, o con las lecciones que de ellos se derivan.
Creo que la razón de que la hipótesis de Darwin tuviera gran resonancia se debió, en parte, a que era algo muy sencillo expresado en términos corrientes. Hoy no podemos hablar de los descubrimientos contemporáneos en la biología en semejante lenguaje o refiriéndonos simplemente a las cosas que todos hemos podido experimentar.
Creo, pues, que el marcado efecto ejercido por las ciencias en el fomento y el enriquecimiento de la vida filosófica y de los intereses culturales se ha limitado necesariamente más bien a las etapas iniciales del desarrollo de una ciencia. Y aún existe otra restricción: me parece que los descubrimientos tendrán realmente un eco y cambiarán la manera de pensar de los hombres solo cuando alimenten alguna esperanza, alguna necesidad preexistente en la sociedad. Creo que las verdaderas fuentes de la Ilustración, alimentadas en parte por los descubrimientos científicos de la época, surgieron con el redescubrimiento de los clásicos, de la teoría política clásica y quizá sobre todo con el redescubrimiento de los estoicos. El afán del siglo XVIII por creer en el poder de la razón, por desear el derrocamiento de la autoridad, por ambicionar la secularización, por adoptar un punto de vista optimista en cuanto a la condición humana, se apoderó de Newton y de sus descubrimientos como ejemplo de algo en que ya se creía firmemente, con independencia absoluta de la ley de la gravedad y de las leyes del movimiento. El afán con que el siglo XIX se apoderó de Darwin tenía mucho que ver con el conocimiento creciente de la historia y de sus cambios, con el gran deseo de naturalizar al hombre, de colocarle dentro del mundo de la naturaleza, que ya existían mucho antes de Darwin y que hicieron que fuera bien recibido. En este siglo he observado un ejemplo, relacionado con el gran físico danés Niel Bohr, el cual descubrió en la teoría de los quanta, cuando se estableció hace treinta años, esta notable característica: dicha teoría es coherente con la descripción de un sistema atómico, pero mucho menos completamente de lo que estamos acostumbrados al descubrir objetos a nuestra escala. Tenemos cierta posibilidad de elección en cuanto a los rasgos del sistema atómico que queremos estudiar y medir y a cuáles dejar de lado; pero no tenemos opción para abarcarlos todos. Esta situación, que todos reconocemos, reforzó en Bohr su antiguo punto de vista acerca de la condición humana: existen formas mutuamente excluyentes de utilizar nuestras palabras, nuestra mente, nuestra alma, cualquiera de ellas accesible a nosotros, pero que no pueden combinarse; formas tan diferentes como, por ejemplo, la de prepararse para la acción y la de embarcarse en una búsqueda introspectiva de los motivos de la acción. En mi opinión, este descubrimiento no ha penetrado en la vida cultural general. Ojalá ya lo hubiera hecho; constituye un buen ejemplo de algo que sería importante con solo que pudiera ser entendido.
Einstein dijo una vez que una teoría física no está determinada por los hechos de la naturaleza, sino que es una libre invención de la mente humana. Esto plantea la cuestión de lo necesario que sea el contenido de la ciencia: ¿hasta qué punto es algo que nosotros somos libres de no encontrar?, ¿hasta qué punto es algo que pudo ser de otro modo? Esto tiene naturalmente gran importancia en relación con el problema de cómo podemos emplear las palabras «objetividad» y «verdad». Cuando encontramos algo, ¿lo «inventamos» o lo «descubrimos»?
El hecho estriba, en mi opinión, en lo que cabe imaginar. Desde luego, somos libres dentro de nuestra tradición y de nuestra práctica, y en un grado mucho más limitado individualmente, de decidir hacia qué parte de la naturaleza dirigiremos nuestra mirada, y cómo mirarla, qué problemas hemos de plantear, con qué instrumentos y con qué finalidad. Pero no somos libres ni en el más mínimo grado de determinar lo que encontramos. Es cierto que el hombre ha de ser libre de inventar la idea de masa, como hizo Newton y como después se ha repetido perfeccionándola; pero, tras hacer esto, no somos libres de determinar que la masa del quántum de luz o del neutrino sea algo más que cero. Somos libres en el comienzo de las cosas. Somos libres en lo que toca a cómo proceder en relación con ello; pero después, el mundo real configura esta libertad con una respuesta necesaria e implacable. Esta es la razón de que las interpretaciones ontológicas de la palabra «objetivo» parezcan inútiles y de por qué la empleamos para describir la claridad, la falta de ambigüedad y la eficacia del modo como nos comunicamos mutuamente lo que hemos descubierto.
Así, en las ciencias, es difícil que lleguen a producirse pronunciamientos totales como los comprendidos en la palabra «todo», sin restricción o atenuación de ninguna clase. En cada investigación, en cada ampliación de nuestros conocimientos, nos hallamos implicados en una acción; en cada acción estamos implicados en una elección; y en cada elección nos vemos implicados en una pérdida, la pérdida de lo que no hicimos. Comprobamos esto en las situaciones más sencillas. Lo comprobamos en la percepción, en la que la posibilidad de percibir es compatible con nuestra ignorancia de muchas cosas que están sucediendo. Lo comprobamos en el lenguaje hablado, en el que la posibilidad de un discurso comprensible radica en no prestar atención a muchas cosas que están en el aire, entre las ondas sonoras, en el fondo social general. El sentido se consigue siempre a costa de omitir cosas. Esto es algo que podemos ver en la idea de complementariedad en su forma más aguda, como reconocimiento de que el intento de realizar un tipo de observación sobre un sistema atómico excluye a los otros tipos. Tenemos libertad para elegir, pero no podemos escapar al hecho de que el hacer unas cosas excluye necesariamente otras.
En términos prácticos, esto significa naturalmente que nuestro conocimiento es finito y que nunca puede abarcarlo todo. Siempre hay mucho que se nos escapa, mucho que no podemos tener presente, porque el mero hecho de aprender, de ordenar, de descubrir la unidad y el sentido, el poder mismo de hablar de las cosas, significa que excluimos no poco.
Planteémonos la siguiente pregunta: ¿Tendría la misma física otra civilización basada en la vida que pueda existir en otro planeta muy semejante al nuestro por su capacidad para mantener la existencia? No tenemos ninguna idea al respecto. Quizá habláramos de cosas muy diferentes. Todo esto hace que nuestro mundo sea un mundo abierto, sin fin. Yo tenía un amigo sincretista en California que decía en tono de burla que si la ciencia sirviera para algo, debería resultar ahora mucho más fácil ser un hombre instruido que hace una generación. Esto obedecía a que mi amigo pensaba que el mundo es cerrado.
Las cosas que nos hacen elegir un grupo de problemas o un campo de investigación en vez de otro se hallan implícitas en las tradiciones científicas. En las ciencias desarrolladas el hombre no posee sino un sentido limitado de libertad para darles forma o modificarlas; pero ellas mismas no se hallan totalmente determinadas por los descubrimientos de la ciencia. Poseen en gran parte un carácter estético. Las palabras que utilizamos —sencillez, elegancia, belleza— indican que lo que tratamos de buscar no es solo un conocimiento mayor, sino un conocimiento que lleve en sí orden y armonía y una continuidad con el pasado. Como todo el mundo, queremos encontrar algo nuevo, pero no algo demasiado nuevo. Cuando no conseguimos esto, es cuando se producen los grandes descubrimientos.
Todos estos temas —el origen de la ciencia, las formas de su crecimiento, su estructura reticular ramificada, su creciente extrañamiento del entendimiento común del hombre, su libertad, el carácter de su objetividad y de su amplitud— tienen que ver con las relaciones entre ciencia y cultura. Creo que estas relaciones pueden y deben ser mucho más vigorosas, estrechas y fructíferas de lo que son hoy día.
No me refiero aquí al tema tan popular de la «cultura de masas». Al tratar este tema, me parece que debemos ser críticos, pero sobre todo humanos; no debemos ser snobs; más bien hay que ser tolerantes y casi afectuosos. Se trata de un problema nuevo y no podemos esperar que se resuelva con los métodos de la Atenas de Pericles. El problema de la cultura de masas y, sobre todo, de sus medios de comunicación no es primariamente un problema de falta de calidad. El trabajador modesto de Europa o de América tiene probablemente a su alcance más y mejor música, más arte y más literatura de buena calidad que los que tuvieron sus predecesores. Parece más bien que las buenas cosas se pierden en una corriente tal de cosas malas y que el «nivel de ruido», como decimos en lenguaje técnico, es tan alto, que faltan algunas de las condiciones necesarias para apreciar la calidad.
Pienso más bien vagamente en lo que podemos llamar la comunidad intelectual: artistas, filósofos, estadistas, profesores, hombres de diversas profesiones, profetas, hombres de ciencia. Se trata de un grupo abierto, sin líneas muy marcadas de separación entre los que creen pertenecer a él. Constituyen un grupo, en crecimiento, de toda clase de gentes. En él recae el deber de ampliar, conservar y transmitir nuestros conocimientos, nuestras técnicas y, naturalmente, nuestra comprensión de las interrelaciones, prioridades, compromisos y mandatos éticos que ayudan a los hombres a entenderselas con sus alegrías, tentaciones y dolores, su finitud, su belleza. Algo de esto tiene que ver —como en gran parte las ciencias— con la verdad proposicional, con proposiciones como: «Si haces esto o lo otro, verás esto o lo de más allá»; esta es una proposición objetiva y como tal puede ser revisada y vuelta a revisar hasta determinar su certeza; aunque siempre es prudente dudar de cuando en cuando. Así es como ocurre en las ciencias.
En esta comunidad intelectual hay otras clases de aseveraciones o pronunciamientos que «ponen énfasis en un tema» más bien que afirman un hecho. Puede tratarse de aseveraciones de conexión o relación o importancia, o bien pueden ser de uno u otro modo proposiciones que expresen compromiso. Para ellas, la palabra «certeza», que es una norma natural aplicable en las ciencias, no resulta muy adecuada; existen términos y nociones como profundidad, solidez, universalidad, etc.; pero la certeza, que en realidad se aplica a la comprobación o verificación, no es el criterio principal en la mayor parte del trabajo de un filósofo, un pintor, un poeta o un dramaturgo. Porque estas cosas no son, en el sentido que he subrayado, objetivas. Sin embargo, para cualquier comunidad verdadera, para cualquier sociedad digna de tal nombre, estas cosas deben tener un elemento de comunidad, de ser común, de ser públicas, de ser pertinentes y significativas para el hombre; no necesariamente para todo el mundo, pero desde luego no solo para los especialistas.
Me ha preocupado mucho el hecho de que, en este mundo de cambios y de desarrollo científico, hayamos perdido en tan gran medida la capacidad de conversar entre nosotros, de acrecer y enriquecer nuestra cultura y comprensión comunes. Y así es como el aspecto público de nuestras vidas, lo que tenemos y mantenemos en común, ha sufrido, al igual que el esclarecimiento de las artes, la profundización de la justicia y de la virtud y el poder ennoblecedor de nuestro discurso común. Somos menos hombres en este aspecto. Nunca en la historia de la humanidad han florecido más que hoy las tradiciones especializadas. Tenemos nuestras bellezas privadas. Pero nos hemos empobrecido en cuanto a las altas empresas en que el hombre obtiene, de la excelencia y calidad públicas, fortaleza y discernimiento. Ansiamos la nobleza, las raras palabras y actos que armonizan la sencillez con la verdad. En esta ausencia veo cierta relación con los grandes problemas públicos no resueltos: supervivencia, libertad, fraternidad.
Y en ello veo también la responsabilidad que la comunidad intelectual tiene para con la historia y para con nuestros prójimos: responsabilidad que es una condición necesaria para rehacer las instituciones humanas, tal como tienen que ser rehechas hoy, para que pueda haber paz, para que esas instituciones puedan incorporar más plenamente aquellas normas éticas sin las que no podemos vivir propiamente como hombres.
Esto puede representar para la comunidad intelectual un esfuerzo mucho mayor que en el pasado. La comunidad aumentará; pero estimo que también habrá de aumentar la calidad y la excelencia de lo que hagamos. En verdad, creo que con la creciente riqueza del mundo y con la posibilidad de que no toda ella se emplee para formar nuevos comités, puede sin duda haber un ocio auténtico y que una gran ta-rea que realizar con este ocio será el permitirnos reanudar el discurso y la comprensión entre los miembros de nuestra comunidad.
En este aspecto, opino que todos nosotros tenemos que preservar nuestra competencia en nuestras propias profesiones, preservar lo que conocemos íntimamente, preservar nuestro dominio y nuestra maestría. Esta es en realidad la única ancla que nos sujeta a la honradez. Tenemos también que saber abrirnos a otras vidas distintas y complementarias, no dejarnos intimidar por ellas y no ser indiferentes a ellas (como tantos lo son hoy, por ejemplo, con respecto a las ciencias naturales y matemáticas). Como punto de partida, tenemos que aprender de nuevo, sin desdeñar a nadie y con gran paciencia, a conversar entre nosotros. Y tenemos que saber escuchar.
(1) Entre los ejemplos que suelen citarse generalmente figuran los de Newton y Darwin. El primero no constituye un buen ejemplo, ya que cuando lo examinamos con detenimiento nos sorprende el hecho de que, en el sentido de la Ilustración —el sentido del acoplamiento entre la fe en el progreso científico y la razón humana y la creencia en el progreso político y la secularización de la vida humana—, Newton mismo no fue en modo alguno un newtoniano. Sus sucesores sí lo fueron.
